Folegandros, una pequeñísima isla en el mar Egeo, es sencillamente, una joya. Como si alguien hubiese colocado con la mano este trocito de tierra en medio del mar intentando protegerla de demasiadas visitas, se mantiene todavía tierna y delicada.
Lo que más me gustó es que de punta a punta la atraviesa una única y estrecha carretera, que por estar colocada en lo más alto de esta alargada colina, desde cualquier punto divisas el mar. El agua entrega con la costa de manera serena. La orografía va marcando las entradas de tierra y sus apacibles calas, que inexorablemente te obligan a bajarte del coche cada vez para bañarte y nadar como si nunca lo hubieras hecho; así hice, hasta probarlas todas.
A lo largo de la carretera el paisaje es mucho mar azul, vegetación agreste, algún olivo feliz de estar allí, pulpos secándose al sol en las fachadas de las casas, y de pronto alguna paisana subida en su burro como si el tiempo, en esta isla, se hubiera detenido.
Y de pronto, aparecen en medio de la nada pequeñas iglesias pintadas de blanco nuclear, allí, solas, tranquilas, frente al mar. El paisaje relaja muchísimo.
Es de atmósfera relajante, completamente mediterránea. Su gente es hospitalaria, y los que deciden vivir aquí todo el año es que aman, de verdad, su isla.
Las calas son todas bonitas. Son pequeñas y con poca gente, normalmente de piedras, aunque algunas con arena. Las aguas estaban esmeralda y cristalinas; refrescante Mediterráneo!
Desde su Iglesia de Panagia, situada en el punto más alto de la isla, obtienes unas vistas que cortan la respiración. Es una iglesia de estilo único a la que se accede por un caminito sinuoso encalado blanco. El calor nos deshacía la piel y le pedí a un señor que conversaba con sus burros que subiera a mi familia hasta la inalcanzable iglesia. Creo que me hubiese entendido mejor con el burdo animal que con él, que sólo hablaba griego y no entendía mi lenguaje de signos. Pero al final conseguí subir a mi familia a los lomos de sus burros y se lo agradecí enormemente.
Chora es donde discurre la vida social de la isla, un pueblecito encantador de color blanco con agradecidas bouganvillas que dan sombra a las plazas. Sin demasiado comercio ni tiendas para turistas, se encuentra lo puramente esencial. Pequeños colmados donde comprar buenas almendras, higos y otras frutas y alguna que otra terraza donde sentarse al atardecer para reposar lo vivido.
Me encandiló el techo del interior de la iglesia, abovedado y pintado de intenso azul con estrellas dibujadas; recordando siempre al cielo. Bajo él pedimos muchos deseos y agradecimos tanto más, y los cinco, encendimos velas para materializar nuestros augurios.