En el norte de Queensland, Australia, esta mujer aborigen me explicaba que a pesar de lo mucho que habían sufrido sus familias y antecesores desde que llegaron los británicos no podían expresar ninguna queja, pues de lo contrario serían llamados racistas. "Éstas eran nuestras tierras, nosotros vivíamos aquí. Perdimos nuestra cultura, nuestra lengua y también separaron a nuestras familias. Lo que recuerdo de nuestras tradiciones me lo explicó mi abuela antes de morir e intento no perder mi memoria para mantener viva nuestra historia"
Manejándose bien con su machete me enseñaba orgullosa los alrededores de su casa y sus plantaciones. Espontáneamente tomó mis manos, se las acercó y miró con detalle, como si estuviera reflexionando sobre algo... "Observa! mis manos son toscas porque trabajo en el campo; las tuyas en cambio son delicadas y sin sellos de esfuerzo". A algunas se les curten las manos, a otras se les curte el alma.
A esta mujer parecía no importarle que su hija de dos años nos acompañara en nuestro camino hacia a una playa salvaje. No había nada alrededor, ni nadie que comprara sus zumos, tan solo vegetación abrazando una playa indómita con cuevas y filtraciones de agua. La pequeña nos siguió sin voltearse para mirar a su madre y caminó junto a nosotros. Curioso las distintas formas de concebir el desapego en cada sociedad...
El nauseabundo olor a intestino de cerdo que ella estaba lavando a orillas del río me impidió acercarme. Pero le tomé esta foto, reveladora de las tareas de una mujer rural y captura de bonitos colores. Los limones desinfectaban las vísceras y la corriente del agua del río las limpiaba. El agua aclara la mente, limpia, evoca pureza, claridad y calma.
Adela me contó que su sexto hijo nació con 26 dedos entre manos y pies. Por ese motivo llamó a su paladar de Playa Maguana "el Pulpo". Su casa estaba justo al lado de su paladar y solíamos irrumpirla por las noches en la mecedora de su porche para que nos preparara camarones con leche de coco. Me gustaba hablar con ella porque me contaba sobre su vida con humor y sin compasión.
"Las mujeres sabias no viven quejándose, generan cambios y son capaces de mirar hacia atrás sin rencor ni dolor" (Las brujas no se quejan).
Ella, su casa y su cerezo mirando al sol. Así estuvieron más de 60 años, conviviendo. Hubieron años en que compartía la cosecha, incluso hasta me dejó arrancar sus cerezas algunas veces; aquellos años! Su marido murió y ella lloró alguna vez conmigo, y el árbol continuó nutriéndonos cada primavera. Durante años la llamé "la casa del Cerezo", incluso aún cuando ella ya no estaba. Lo curioso es que, tras su ausencia, el cerezo se fue con ella. Tantos años juntos.... y mueren a la vez. Qué curioso..., tal vez sea un árbol y una mujer conectada, o una mujer que, como siempre, cuidaba. En cualquier caso, es un duelo aceptar que no volveré a ver florecer el cerezo ningún mes de marzo más, insistiendo cada año en recordarme que ya acabó el invierno
"Ven! entra en mi casa! vivimos ocho!"
... y su casa era un container de chapa de hierro de 3x2m en uno de los townships de Ciudad del Cabo. Tan pequeña era, que no había espacio para la Sra. Dignidad.
Un huracán destruyó parte de su casa y su marido había muerto hacía poco. Dios mío! cómo lloraba esta mujer mientras me hablaba de su vida sentadas en el salón de su casa! “Le echo mucho de menos”-me decía… “a veces salgo con mis vecinas pero nunca me he vuelto a sentir plena”. Ésta siempre ha sido su casa, aquí están sus raíces, su historia, su vida, y ahora, su soledad.
En algunas islas de Maldivas habitadas por locales, las mujeres trenzan las fibras del coco con la mano para confeccionar cuerda. El ágil movimiento de las manos de esta sabia indican que ha estado haciéndolo durante toda su vida, y mientras la observo me cuenta que trenza cuerda para intercambiarla por pescado.Son los hombres en estas islas los que salen a pescar. Al parecer, ella no cuenta con uno de ellos para obtenerlo, pero las mujeres sabias nunca imploran de manera dependiente.
En una isla habitada por locales en Maldivas, esta mujer teje una alfombra con hojas de palma secas. Me dice que le sorprende los que se interesan por su isla, si para ella la vida aquí es a veces demasiado lenta y aburrida. Desde su móvil a veces navega y ve lo que sucede más allá de su aislado atolón, y le sorprenden las otras formas de vida tan frenéticas y diferentes a la suya. Sabe que nunca saldrá de su isla.
Hablando con Lea, mujer cubana a la que aprecio, me contó que en uno de sus viajes a Francia le preguntaron sobre lo que se siente viviendo bajo una dictadura. Ella respondió: “la única diferencia entre tú y yo es que yo vivo en una dictadura y lo sé, y tú todavía no te has dado cuenta. Tu dictador es la sociedad de consumo y estás tan presa como yo. Tú tampoco vives en libertad”. Me quedé perpleja al escucharlo… no es que no lo supiera, pero me rasgó la herida…
Mientras paseaba a lo largo de una playa volcánica de arena negra en Bali, me encontré a esta mujer con la mitad de su cuerpo enterrado. Le pregunté el motivo por el que lo hacía, me contestó en indonesio “sakit”, repetidas veces. Al llegar a mi hotel pregunté por el significado de aquella palabra y su traducción era “dolor”. Los balineses creen que la tierra volcánica y sus minerales tienen el poder de sanar; por este motivo, cuando el dolor acecha, recurren a ella y a sus poderes curativos.
Esta mujer viene por las mañanas a la playa en busca de pescado para sus hijos. Los pescadores le proporcionan la presa del día y ella, después de lavarlo en la orilla, lo prepara con su cuchillo para ser inmediatamente cocinado bajo las brasas de sus livianas cocinas, abiertas a las brisas del Caribe.
Lukluk es de Java, Indonesia pero estudia criminología en Wichita, Kansas. Sus raíces y el país donde vive representan un gran contraste, pero sabe lidiar con ambos. Cuando viaja a Indonesia se reúne con su familia y amigos, y conecta con su tradición y cultura. Buena suerte Lukluk! Fue un placer conocerte!
Esta mujer trata de sonreír, pero está llena de tristeza… “ya no sirvo para nada” me decía, “solía ganarme la vida cosiendo pero desde que enfermé, ni para eso ya sirvo”. Coincidí con ella en la ciudad de La Paz, …. “pero tienes inteligencia y creatividad, y ello no encuentra límites!”, le dije. Sin éxito, no conseguí animarla y se volteó cabizbaja.
Me sorprendió esta simpática mujer vietnamita que pidió fotografiarse conmigo, teniendo en cuenta que soy yo quien suelo pedirlo. Ella compraba vegetales en su mercado local; …de haber podido cocinarlos también lo hubiera hecho yo.
Allá donde voy, siempre observo que la mujer es una trabajadora infatigable. No importa qué trabajo, en qué condiciones…, Para esta mujer su burro es su medio de transporte y bajo el sol agotador de Grecia, sin importar el negro de sus ropas para combatirlo, traslada cereales hasta la población más cercana.
En Los Yungas, Bolivia, esta mujer vende aguacates y hojas de coca para combatir el mal de altura. Sus largas trenzas negras le llegan hasta la cintura; según recuerda han pasado más de veinte años desde que cortó su pelo por última vez…
El color del saari de esta mujer me pareció simplemente maravilloso. El contraste con el polvoriento escenario y su poderosa presencia me llevó a fotografiarla. No intercambié palabras pero me hubiese gustado reconocerle la belleza que su ser provocaba en la estampa.
En un desierto de Marruecos una niña de ocho años cuidaba de sus hermanas. La cabaña de telas y palos que se ve en la foto era su casa. Al parecer, sus padres habían ido a buscar agua y estaba a cargo de las hermanas pequeñas. El calor era insoportable y se refugiaban bajo los toldos.
En el mercado Rodríguez de la ciudad de La Paz, esta mujer vendía sus verduras a la sombra. Me sorprendió la hoja de col que llevaba sobre su cabeza… Le pregunté y me dijo que le refrescaba…
Me atrae hablar con mujeres allá donde voy y sentir la “hermandad” traspasando fronteras, culturas y razas. A menudo les pido ser fotografiadas, pero esta vez no accedieron... Fue en un barrio de Santo Domingo donde unas mujeres se reían y se lavaban el pelo unas a otras con barreños de agua. Tenían complicidad… Les pedí fotografiarlas, y una de ellas, sin poder esconder su sonrisa pero tampoco su vergüenza, se dio la vuelta. Siguieron riendo…
Muy cerca de la frontera con Haití me encontré a esta madre con sus dos hijas. Andaban entre maleza y selva tropical bordeando un río. Al cruzarnos nos miraron pero no se pronunciaron; hablaban creole. En el fondo no tuvimos que decirnos nada… no estábamos tan lejos, las dos éramos madres. Nos saludamos con respeto y seguimos andando por ese sendero lleno de paz y silencio.
En Qatar estas dos mujeres, cuñadas entre ellas, me explican que nunca abandonan sus negras “abayas” pero que en sus casas se visten como occidentales y se maquillan. Una de ellas me enseña con orgullo una foto en la que aparece vestida de rosa y con los labios pintados, "es un secreto” -me dice, “y nunca lo enseño, ...el Islam tiene ojos en todas partes”.
Originariamente las balinesas no se cubrían con ropas. Entré en esta casa en una zona rural y comprobé que todavía se pueden ver mujeres haciendo sus trabajos sin taparse. Esta mujer tiene 70 años y ha dedicado su vida a la recolecta de cacao, vainilla y piñas, sin embargo la edad la ha llevado a un trabajo más reposado tal como fabricar hilo con esta antigua maquina.
Esta excéntrica mujer de Trinidad, Cuba, no paraba de cantar y cantar. Me contó que llevaba años haciéndolo y que no se movería más de este lugar donde, cerca de un piano, deleitaba con su música a todos los que pasaban por allí. Lo cierto es que en estos países de sangre caliente, las mujeres bailan y cantan desde que nacen, y nada tiene sentido si no se acompaña de sus ritmos latinos.
En la India estas mujeres me contaron que ambas eran madres y viudas, pero buenas amigas. Sentí una hermandad con ellas; tan lejos y tan cerca a la vez. El sentimiento de hermandad no sabe de fronteras, culturas, etnias ni razas. Ellas se encontraban cada día para transportar agua y andaban durante kilómetros. Sus quehaceres y otras uniones las hacía cómplices.
En la Habana, esta mujer vive en un auténtico matriarcado. Aquí, saliendo de su casa de camino al economato marca con firme decisión las tareas que deben hacer su marido y su hijo en respuesta a la cooperación familiar. Una mujer con carácter que sabe que debe mandar.
Me encontré a esta mujer en un templo en Vietnam. Nos costó el intercambio pero tras esfuerzos en nuestra comunicación, entendí el por qué se había teñido su dentadura de negro. Al fin y al cabo, los cánones de belleza son culturales y pasajeros en el tiempo.