En República Dominicana escaparse a la selva o a bañarse en una cascada es tan fácil como saborear un mango en un semáforo o comprar una concha en el arcén de una carretera. Santo Domingo tiene un jaleo que me gusta, pero yo lo que quiero es tomar la autopista hacia el norte como si de un puente para llegar a Samaná se tratase. No es que no me guste la capital…, observar la vida en sus calles en su búsqueda de abrirse camino sin fatiga, me recuerda que los ritmos lentos aportan mayor calidad de vida que los frenéticos.
«Ahorita» quiere decir mañana, la vida transcurre «al paso» y un poco se dice «chin»… Lo único que importa a los dominicanos es todo lo que tiene que ver con hoy. Y con certeza sé también que el sudor que exprimen los 38º grados regalan una vida de puertas abiertas donde las paredes de las casas solo sirven para dormir y donde las ropas solo tapan lo imprescindible. Isla poco pudorosa, tampoco impúdica, alta carga sexual. La alegría de esta isla contagia a cualquiera que dejó su frescura en el camino.
En Las Terrenas nos alojamos en Hotel Sublime, desde donde descubro esta península a través de expediciones diarias. El impenetrable Cabo Cabrón me sirvió de perspectiva desde Playa Rincón para recordarme lo pequeña que soy bañándome en las aguas turquesas de su ensenada. Mi amiga Carmen, residente en Cabarete, me advirtió que aquí conocería la playa más bonita del país, o tal vez de mi vida; lo que nunca entendí (hasta al punto de creer que era una broma) fue no ver a nadie y poderme bañar imaginando estar en la época en que todavía no había llegado Colón a la isla. Pero el premio llegó al final, al sacarme la sal de la piel en el agua salobre del Caño Frío, la desembocadura del río en el mar en el lado izquierdo de la playa, menudo paisaje!
En Playa Morón desperté bruscamente de mi sueño precolombino cuando andando por la playa, entre delgadas palmeras que querían tocar el cielo y redes para pescar langostas, topé con un cañón del s XV. Ahí estaba, tirado sobre la arena como si nadie lo viera, y yo impresionada casi tratándolo con sentimiento de propiedad por haberlo encontrado, cuando un paisano recogiendo su pesca me dice «el mar lo trajo hasta aquí hace muchos años y nadie lo ha tocado». Ahí, así, como si nada, un cañón con tantos siglos de historia… Entendí que, en este caso, la playa era el museo.
Santi, un asturiano ya casi dominicano, y su mujer Suni nos organizaron el ascenso hasta la cascada Limón con sus caballos. Dicen que en época de lluvias la cascada cae con muchísima agua, pero la cantidad que llevaba esta vez fue suficiente para contemplar su belleza e incluso poder atravesarla nadando bajo sus cuarenta metros de verticalidad. El camino y las vistas fueron también realmente bonitos.
Samaná es muy completa. Entro todo lo dicho, también se avistan en la bahía ballenas jorobadas tras su regreso del Atlántico norte. Fieles a las aguas del Caribe para aparearse se las puede ver entre enero y marzo y los más suertudos cuentan haber escuchado la canción solitaria del macho.
– tengerenge